Para qué llenar los silencios con palabras
para qué vestirlos con letras y sonidos.
Coser en el aire inútiles reflejos.
Besar con nuestra boca la distancia.
Para qué acorralar al silencio con las manos
si éste se diluye entre la sangre
como una gota de tinta en un vaso de agua
y lentamente se extiende por el cuerpo
tiñéndolo de ese color parduzco que tiene la tierra seca.
Para qué mostrar la sombra de nuestra existencia.
Si detrás de las imágenes sólo queda el abismo.
Oscuro, vacío, profundo. Sólo queda el abismo.
Poco a poco, el silencio, ocupa todos los miembros:
Primero los brazos,
desde el hombro hasta la punta de los dedos.
Luego el torso, despacio,
descolgándose desde el cuello como un pañuelo que cae de la cabeza.
Más tarde llegará a la cintura
y se agarrará como un nido.
Llegará al sexo y entre su vello se enredará para quedarse.
De aquí, pasar a las piernas no le costará demasiado,
simplemente se dejará caer, rodando como una inofensiva pelota,
dejando su rastro por donde quiera que pase.